Pertenezco a la cuarta generación de lectores de mi familia. Desde mi bisabuelo hasta mí fluye ese amor incondicional por los libros que se manifiesta en algo tan tangible y cierto como la biblioteca familiar, que ha pasado de padres a hijos, dejando a cada uno de ellos la obligación de cuidarla, de mimarla, de leerla y, en la medida de lo posible, de ampliarla de acuerdo con sus propias inquietudes.
El mérito es, evidentemente, de mi bisabuelo, ya que fue esa rara avis: un lector espontáneo, nacido en una familia humilde y con una cultura modesta. Labriego hasta cierto punto acomodado, propietario de la tierra que trabajaba, no dejó de leer, de aprender, de coleccionar libros en un pueblo donde aún no había librerías. Su amor al conocimiento, su afán por aprender, le dieron fama de personaje excéntrico, estrafalario, opinión que todavía hoy persigue a mi familia y que también he tenido que arrostrar toda mi vida.
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