Decía Von Kirchmann en su feroz crítica a la jurisprudencia como ciencia que una palabra del legislador era suficiente para convertir bibliotecas enteras de derecho en basura. Pues imagínense si en lugar de un legislador se hubiera asomado a nuestro estado de las autonomías, con distintas cámaras legislativas autonómicas que se superponen al poder legislativo de un parlamento central bicameral, con un gobierno con una potestad normativa que ejerce cada vez más a menudo y todo lo anterior, a su vez, sujeto a la cambiante normativa europea y los distintos tratados internacionales. Esto genera una cacofonía normativa de muy difícil – por no decir imposible – seguimiento.
No es fácil hacer números, pero solo por aportar algunos datos cuantitativos fácilmente contrastables, en la sección primera del Boletín Oficial del Estado (BOE), en la que se recogen las “disposiciones generales”, que vienen a ser las leyes, decretos, reglamentos y órdenes, se publicaron en 2014 un total de 107.488 páginas. Y el Boletín Oficial de las Islas Baleares (BOIB) no se quedó atrás, con 61.556 páginas de “disposiciones generales”. Dando por bueno el volumen de nuestra comunidad para hacer la comparativa global, eso supondría que en España se produjeron durante 2014 algo más de un millón de páginas de normativa en un año o, por hacer el número más digerible, casi 3.000 páginas de nuevas normas cada día. Sí, aquí hay normas de todo tipo, desde normas generales a otras muy específicas, órdenes ministeriales que son de aplicación en situaciones muy concretas… pero en cualquier caso les deseo mucha suerte y todavía más paciencia a los funcionarios, jueces, fiscales, abogados y autoridades en general que deben aplicar dichas normas y velar por su cumplimiento. No está nada mal, ¿verdad? Imagino que también nuestros políticos leen todas estas disposiciones, las conocen y las aplican. Aunque no acabo de entender cómo su apretada agenda de actos sociales y representativos les puede permitir leer 3.000 páginas de nueva normativa al día. Supongo que tienen una capacidad de trabajo superior a la normal y por eso están donde están, cuidando de nosotros, ciudadanos menos capaces. Insisto: 3.000 páginas al día, cada día, durante todo el año, cada año, desde siempre y para siempre.
¿Y si les dijera que esta parte no es la que me preocupa de verdad? Pues así es. El problema real es que, además de la prolífica verborrea legal que inunda y acrecienta diariamente nuestro ordenamiento jurídico, no hay ninguna forma fácil de saber si una norma sigue en vigor o si ha sido parcial o totalmente derogada y, por lo tanto, determinar si a día de hoy es aplicable o no. La idea es sencilla: las normas se publican en los diferentes diarios oficiales para que sean conocidas por todos de una forma fácil y esto genere “seguridad jurídica”. Difícilmente podremos cumplir una norma que desconocemos, por más que el adagio jurídico nos recuerda que “la ignorancia del derecho no exime de su cumplimiento”.
Pues sí, imagínense que quiero saber qué normas son aplicables a una cuestión concreta. Después de investigar por mi cuenta, puedo recopilar unas cuantas de ellas, pero para saber si están en vigor tendré que recorrerlas de forma cronológica para saber si las posteriores han derogado o no, total o parcialmente, las normas más antiguas. Y puede haber normas no relacionadas que hayan derogado artículos concretos de las normas que sí he encontrado. Pero hay más: pueden haber sido anuladas por el Tribunal Constitucional o, si son preconstitucionales, inaplicadas por cualquier juez, o ser en general inaplicables por ser contrarias a normativa europea… ¿Verdad que no parece nada fácil? No, no lo es en absoluto. E incluso con las mejores herramientas utilizadas por los abogados tampoco mejora mucho la situación, dado que hay otras problemáticas, como la determinación de la competencia en los casos en los que se solapa normativa autonómica y estatal.
Por lo tanto, la realidad es muy clara y presenta un panorama desolador: no hay ninguna seguridad jurídica porque el común de los ciudadanos no tiene ninguna forma sencilla de saber qué normas le son en realidad aplicables. Y lo que es peor: tampoco hay forma de que quienes deben velar por el cumplimiento de dichas normas las conozcan de forma íntegra.
¿Cuál sería mi propuesta? Pues aprovechando que estamos en un año tan electoral, invitar a nuestros gobernantes a que en lugar de hacer nuevas leyes, se dediquen primero a poner un poco de orden, eliminando normas antiguas inaplicadas o inaplicables y reagrupando las normas subsistentes de forma expresa pero no como “textos refundidos” – hasta el nombre suena a pastiche –, como se viene haciendo, sino como auténticos códigos, normas completas que son auténticos manuales de procedimiento que nos permitiesen a los ciudadanos entender a qué debemos atenernos. Puestos a pedir, que todas estas normas se incorporasen a un catálogo único más flexible y cómodo de consultar que el interminable listado de BOE. Y si no quieren hacerlo por nosotros, háganlo al menos para facilitar la vida a los funcionarios que deben velar por el cumplimiento y correcta aplicación de la ley. Quizás nos puedan así multar con mayor agilidad y eficiencia, quién sabe.