Nunca en la historia ha estado la humanidad mejor conectada y comunicada que ahora. Desde la palma de nuestra mano tenemos literalmente acceso a buena parte del conocimiento acumulado de nuestra especie, forjado durante milenios. A la vez, podemos conectar y contactar con casi cualquier persona, o dar a conocer nuestras ideas, nuestras creaciones, el fruto de nuestra mente, a una audiencia potencial de miles de millones de nuestros conciudadanos, a coste cero. Nunca había sido tan fácil comunicarse y, paradójicamente, la existencia de tanta información, la facilidad de acceso a la misma y la presencia de tantos emisores, hace que resulte mucho más difícil acceder al auténtico conocimiento, a la verdad.
Reconozco que aunque he usado ordenadores habitualmente desde 1985 y cabalgado a lomos de Internet de forma continuada desde 1994, me sigue fascinando la idea de que resulte tan sencillo dar a conocer hoy a los demás nuestras propias ideas. Antes de la explosión de Internet, la comunicación a gran escala exigía el uso de los medios de masas, a saber: cine, televisión, radio, prensa escrita, libros. Todos estos canales tienen un coste de funcionamiento astronómico: una emisora de televisión, una estación de radio, la infraestructura tecnológica subyacente, una editorial, una imprenta, sistemas logísticos, una plantilla de técnicos, operarios, redactores, organizados además como negocios que debían obtener una rentabilidad para sus propietarios. El resultado lógico era y es que los propietarios, a cambio de su inversión, controlan y determinan el contenido que se transmite, las ideas que se comunican a la sociedad, fijando una línea editorial que sirve para marcar distancias, filtrar contenidos y aleccionar adecuadamente a la ciudadanía.
Con el advenimiento de Internet y, especialmente, con el auge de los dispositivos móviles inalámbricos, esta situación ha dado un vuelco al democratizarse el acceso a la difusión de contenidos, eliminando costes y barreras de acceso, lo que a su vez ha puesto en peligro a las empresas tradicionales, cuyos modelos de negocio con unos elevados gastos fijos han quedado obsoletos y están condenados a la ruina, salvo que entiendan que el mundo ha cambiado definitivamente y actúen en consecuencia, adaptándose de forma rápida a los nuevos tiempos y tecnologías.
Y, en este entorno descrito, con vías de comunicación abiertas, instantáneas, ricas en contenido, globales y gratuitas, ¿qué está sucediendo con la libertad de expresión? ¿Se ha ampliado el contenido de este derecho? Parece que debería haberse ampliado su alcance y mucho, dado que Internet posibilita que todos opinen libremente, ¿verdad? Pues tratemos de analizarlo, a ver si podemos llegar a alguna conclusión.
Por una parte, no cabe duda de que se ha demolido buena parte de las barreras financieras que impedían el acceso a una comunicación de amplio alcance al ciudadano común, que ahora puede por sí mismo expresar sus ideas ante una audiencia global sin que le cueste una fortuna. Esto, en sí mismo, amplía la propia libertad de expresión al tiempo que posibilita al individuo ejercer sus derechos políticos al máximo nivel. De forma agregada, los ciudadanos puedes construir plataformas basadas en las nuevas tecnologías con un coste mínimo y una repercusión mediática significativa. Fruto de esta situación, asistimos a la eclosión de nuevas fuerzas políticas y sociales que se han incubado directamente en las redes sociales, apalancando su crecimiento en estas nuevas formas de comunicación, en esta interconexión masiva de nuestra sociedad.
Contra este flujo libre de ideas se contraponen dos fuerzas: la censura y la autocensura. La censura la establecen legal o ilegalmente los gobiernos para limitar el alcance de la libertad de expresión de sus ciudadanos y ha sido una herramienta tradicional de control político e intelectual. Pese a que la censura es real y existe, en términos generales, incluso en naciones con una larga tradición democrática y de respeto a los derechos civiles, lo cierto es que no tiene un poder real sobre las comunicaciones a través de Internet. Por su propia naturaleza, el ciber-espacio atraviesa los bordes nacionales y está diseñado desde su origen para asegurar que la información esté siempre disponible desde cualquier punto de la red. Por tanto, aunque países como China y otros regímenes bloqueen el acceso de sus nacionales a ciertas páginas que permiten una comunicación instantánea con el resto del mundo, lo cierto es que existen infinidad de herramientas y estrategias para circunvenir dichas prohibiciones: proxies, conexiones remotas, TOR, etc. La democratización de las comunicaciones digitales han quebrado así las bases de la censura, que ha perdido casi todo su poder.
Sin embargo, en este mundo híper-conectado, en esta ágora inmensa que es Internet, la autocensura se ha convertido en un problema real y de escala planetaria. Me refiero aquí a la censura que imponen los propios proveedores de servicios, situaciones cada vez más evidentes y denunciadas por los usuarios, como la fobia de Facebook a los pezones o las extrañas políticas de contenidos de Apple en relación a temas políticos o sexuales en general. En este sentido, esta autocensura es consecuencia de la posible responsabilidad civil e incluso penal que tienen los propietarios de un medio en relación con los contenidos que en él se publican, tal y como sucede en los medios tradicionales, en los que hay un control editorial e incluso un código deontológico que evita según que comentarios. Es, hasta cierto punto, preocupante, pero está muy lejos de ser el problema que me preocupa aquí: si un medio bloquea cierto contenido, la oferta es tan amplia que podré encontrar otro servicio a través del cual sí pueda transmitirlo en su integridad y conseguir publicidad extra indicando que tal proveedor me ha censurado.
No, lo que es realmente preocupante es la autocensura que nos imponemos individualmente frente a la presión colectiva, ese poso de hipocresía fosilizada a la que eufemísticamente llamamos “lo políticamente correcto” pero que no es más que la dictadura del pensamiento único. La peor tiranía, la peor censura, el peor secuestro de la verdad es cuando voluntariamente renunciamos a decir lo que pensamos por miedo a lo que dirán de nosotros nuestros compañeros. Y este fenómeno, que es real y, hasta cierto punto, sociológicamente disculpable, se multiplica infinitamente al tener audiencias potencialmente globales. Quizás por eso resulte más fácil compartir imágenes de gatitos haciendo cucamonas, fotos de comida, estúpidas frases motivacionales sobreimpuestas en fotos de catálogo, selfies, comentarios sobre lugares comunes y felicitaciones de cumpleaños para gente a la que no saludamos por la calle. En esta sociedad conectada hasta un nivel enfermizo somos todos cada vez más conscientes de nuestra imagen social, cuya sombra es ahora mucho más alargada, convirtiéndose efectivamente en la mordaza que nos acalla, en ocasiones ante el miedo a represalias reales, como perder el empleo, en otras simplemente por nuestro terror a ser aislados, rechazados por los nuestros. Todos queremos ser amados, pero ¿merece la pena que eso implique renunciar a lo que pensamos realmente, a lo quienes somos como individuos, como seres autónomos e irrepetibles? Cuando alguien renuncia a mostrarse como es realmente, cuando dice lo que cree que tiene que decir para agradar y no lo que piensa de verdad, está renunciando de una forma irremediable a una parte de sí mismo que no va a poder recuperar jamás.
Reivindico para todos el derecho a equivocarnos y a meter la pata, a decir lo políticamente incorrecto, a pisar algunos callos en público y en general expresar vuestra opinión individual, con el debido respeto, claro que sí, pero sin miedo al que dirán. Os invito a que nada ni nadie os coarte, a que os mostréis como realmente sois, a que no renunciéis en nombre de una mal entendida presión social a hacer un ejercicio de proyección individual: no escondáis quienes sois para representar un papel acomodaticio antes los ojos de otra gente. Negaos a ser lo que otros esperan que seáis si no coincide con lo quien realmente sois.
Ahí radica lo maravilloso de nuestra especie, nuestra mayor riqueza: somos biológica, física e intelectualmente diferentes, absoluta y exquisitamente individuales, con nuestros errores e imperfecciones, pero de esa suma de diferencias nace una humanidad que no debería entregarse a la autocomplacencia del pensamiento único.
No seamos clones de una mentira común cuando podemos ser portavoces de una verdad individual, auténtica. La peor mordaza es siempre la que nos ponemos nosotros mismos.