Hace no demasiado, en una de esas cenas de final de verano entre amigos que propician conversaciones lo suficientemente variadas como para no tener que tratar temas demasiados personales, alguien destacó que ya habían empezado las habituales invasiones de hormigas previas al otoño. Ligando el tema, nuestra anfitriona compartió con el resto de asistentes su creciente interés por los documentales sobre hormigas. Ella, persona de letras, disfrutaba viendo el orden y concierto de las colonias de hormigas, con sus rígidas estructuras sociales, fijadas por un instinto tan complejo que parece mentira que venga encapsulado en tan pequeño formato.
Ajena completamente a la palabra mirmecología, había caído rendida ante las complejidades conductuales de estos pequeños insectos, insistiendo en las ideas de que todas las hormigas nacían iguales y eran decantadas y asignadas a unos roles que tendrían que desempeñar hasta el fin de sus respectivas existencias. Con pasión nos describió las avanzadas prácticas agropecuarias de las hormigas, las guerras civiles que surgen dentro del mismo hormiguero, de las guerras de exterminio con colonias cercanas por el control de los recursos, de los asesinatos en el seno de las familias reales o de los raptos de princesas de nidos próximos para aumentar el acervo genético del grupo y garantizar así su subsistencia a largo plazo.
Pese a que en su día tuve vocación de biólogo, reconozco que la entomología nunca fue uno de los campos que me atrajera. Mi limitadísimo conocimiento de la vida hormiguil, imperfecto y con vastas lagunas, proviene principalmente de la lectura del libro de ficción «Les fourmis», del francés Bernard Werber, más que del estudio de literatura científica. Para los que tengan interés, les recomiendo la novela de ciencia-ficción «Las hormigas» y sus dos continuaciones, que exploran la hipotética comunicación entre las dos especies: humanos y hormigas.
Mientras divagaba yo sobre esta cita literaria, que a nadie interesó especialmente, la conversación fue evolucionando hasta formarse un consenso: la inteligencia individual de cada hormiga, que por sí misma suma muy poco, se convierte sin embargo, mediante esta organización social, en una poderosa mente colectiva que rige el hormiguero, en la que incluso la reina tiene un papel decisorio secundario. Los individuos de la colonia probablemente no son conscientes del devenir colectivo, de la evolución del hormiguero en su conjunto. Si me permiten la cita malintencionada, no llegan a entender jamás su papel en esta «unidad de destino en lo universal», lo que sin embargo no impide que ejecuten de una forma más o menos mecánica las tareas que tienen asignadas con absoluta abnegación y entrega, hasta el límite de la autoinmolación y el sacrificio por el bien superior del colectivo.
Llegados a este punto, y atendiendo a la hora intempestiva y a las botellas de cerveza vacías que se iban acumulando sobre la mesa, la continuación de la historia es bastante previsible: entre todos los presentes fuimos trazando los más que evidentes paralelismos entre las sociedades de las hormigas y las sociedades humanas, primero atendiendo a una visión de conjunto, para descender después a la comparación entre individuos, tendiendo puentes entre las hormigas y los humanos. Con toda la capacidad intelectual de la que disponemos como humanos, ¿somos en realidad tan diferentes de las hormigas? Aunque no llegamos a concretar el término, estuvimos en realidad dándole vueltas a la idea del libre albedrío, dudando entre si es una ilusión o una realidad, si somos realmente libres o si el entorno y las circunstancias nos marcan lo suficiente como para que nuestra capacidad de decisión no sea más que un espejismo. Calderón de la Barca y su Segismundo se habrían sentido orgullosos.
Como pueden ver, una conversación aparentemente intrascendente fue avanzando por vericuetos cada vez más sombríos y tortuosos, adentrándose en el territorio de un existencialismo metafísico un poco resignado y algo cauteloso.
El colofón a toda esta conversación lo puso de nuevo nuestra anfitriona, cuando, en plena epifanía, consiguió revelarnos una conclusión muy lúcida: de la misma forma que una hormiga no puede entender, comprender, o ni siquiera llegar a imaginar los designios del hormiguero, nosotros, como humanos, también estamos limitados para entender el propósito global de la humanidad en el universo ni el sentido de su existencia. Como individuos, no disponemos de la capacidad para ver el alcance completo de nuestras acciones individuales sobre el conjunto, ni mucho menos para entender los porqués de la propia existencia de la humanidad. Extendiendo el razonamiento, y sin temor a ser considerados místicos, si la humanidad tiene un propósito — algo que aquella noche dimos todos por sentado —, éste no puede ser aprehendido, por su complejidad, por su escala geográfica, numérica o temporal, por nosotros como individuos: hay un abismo entre esta inteligencia individual, que tan ilimitada y preciosa nos parece, y esa otra inteligencia grupal, de la que no somos conscientes, y que va tomando sus propias decisiones y decantándonos, a través de mecanismos sutiles, hacia diferentes roles.
Aterrados ante la magnitud de la revelación, de las proporciones cósmicas de este «insight», si me permiten usar un término más psicológico, se hizo un silencio que, afortunadamente, pudimos aplacar de inmediato con conversaciones mucho más intrascendentes, para alivio de todos.
Aquella misma noche, mucho más tarde, recuerdo que volví hacia casa con el alma cojeando y, aunque no puedo estar seguro, creo que soñé con hormigas.