No sé si recordarán los tamagotchis. Eran unos juguetes electrónicos que salieron al mercado en 1996 y causaron furor entre los más jóvenes. Creados por la multinacional japonesa Bandai, se vendieron más de 40 millones de unidades en apenas dos años. El éxito fue imitado con innumerables versiones y nuevas generaciones del original, hasta llegar a nuestros días, con casi 100 millones de tamagotchis vendidos.
Y, a todo esto, ¿qué es un tamagotchi? Pues se trata de la primera mascota virtual. Un sencillo ser de existencia electrónica al que se debe cuidar, alimentar, acicalar y atender para que crezca feliz. En función de la calidad de nuestros cuidados y atenciones, el bebé indefenso se convierte en un niño bueno o revoltoso, que dará lugar después a un adolescente más o menos complicado, que finalmente llegará a una edad adulta arrastrando su correspondiente dosis de traumas infantiles.
Las interacciones con estos seres virtuales se hacen a través de unos pocos botones, que permiten al usuario ejecutar unas cuantas acciones muy concretas: dar de comer a la mascota, jugar con ella, darle medicina si enferma, limpiarla si se ensucia, apagar la luz cuando se duerme, pesarla y evaluar su nivel de hambre y felicidad, e incluso reñirla si se porta mal. Además, cuando el tamagotchi necesita algo o se aburre, emite un lastimoso pitido para reclamar nuestra atención.
El éxito de este simulador electrónico radica en que despierta nuestra empatía. El simpático personaje que aparece en la pantalla requiere de nuestra atención para vivir y, como consecuencia de nuestros actos, será más o menos feliz, más o menos saludable, más o menos disciplinado. Pero, por bien que lo hagamos, a esta primera lección de responsabilidad, se añade una segunda, algo más dura pero no menos cierta: la inevitabilidad de la muerte. Hagamos lo que hagamos, incluso aunque seamos los cuidadores más responsables, el tamagotchi acabará muriendo al cabo de unas pocas semanas.
Por más fan que sea de los tamagotchis, no es mi objetivo hablar más sobre ellos, sino utilizarlos como excusa para iluminar algunas partes de nosotros mismos. Como ven, pese a su sencillez, resultan una compleja metáfora de la vida encajada en una pequeña pantalla, modelizada en bits, reducida a un sencillo algoritmo. No es de extrañar que fueran un éxito y tampoco sorprende que sigan siéndolo hoy pese a competir con juguetes muchísimo más sofisticados y deslumbrantes.
Es ahora el turno de hacer las preguntas incómodas: ¿tratamos a nuestros semejantes, de forma consciente o inconsciente, como a tamagotchis? ¿Nos tratan ellos a nosotros como si lo fuéramos? Simplificando mucho, podríamos pensar que cultivar relaciones consiste, poco más o menos, en ir coleccionando diferentes tamagotchis y dedicarles el oportuno nivel de atención y cuidado. ¿Les ignoramos hasta que reclaman expresamente nuestra atención? ¿Sabemos si sufren o si son felices? ¿Somos conscientes del papel que tienen nuestras acciones sobre sus vidas?
Es un ejercicio valioso aunque difícil. Pregúntense si hacen feliz a alguien. O, lo contrario, pregúntense si hacen a alguien desgraciado. Por acción o por inacción. Al final, aunque no se trate de pulsar botones en una secuencia ordenada, lo que está claro es que nuestra actitud y nuestras acciones tienen impacto en otras muchas personas. Ser conscientes de que, con pequeños gestos, podemos aportar una fracción de felicidad a los demás es un pensamiento poderoso. Es una herramienta formidable. No hablo aquí de invertir toda nuestra energía en arrastrar a alguien al éxtasis de la felicidad absoluta como objetivo vital, sino de aportar una chispa de alegría a las vidas de otros compañeros de viaje, muchas veces a través de gestos sencillos, fáciles, accesibles, sin coste. ¿Tanto nos cuesta hacer algo así? Dar los buenos días y hacerlo con una sonrisa, preguntarle con auténtico interés a un compañero de trabajo cómo está, prestar atención a las personas que nos rodean para que sepan, sin más, que somos conscientes de que están ahí. Hablar con un antiguo compañero del colegio con el que hace tiempo que no coincidimos, en lugar de simplemente saludarle en la distancia como una formalidad. Visitar a un familiar al que no vemos para ponernos al día… Esas pequeñas cosas.
Todos somos, al fin y al cabo, susceptibles a la atención y al afecto. De una forma u otra, aspiramos a la felicidad y tenemos claro que ésta depende de muchos factores, algunos de ellos externos. Nuestra interacción con el resto de personas forma parte de esa ecuación y, por lo tanto, dedicar tiempo a fomentar relaciones de calidad está directamente relacionado con nuestro propio bienestar.
No, no me he olvidado de Aristóteles. En su “Ética a Nicómaco” defiende que la felicidad no es un estado, sino una actividad. Y la actividad que nos hace felices es hacer el bien, que puede entenderse como aportar felicidad a los demás. Por lo tanto, la única métrica válida de la propia felicidad es la que somos capaces de generar en otras personas. Aristóteles une el concepto de felicidad con el de virtud: solo haciendo el bien al prójimo se puede ser feliz. Una idea poderosa que, sin embargo, olvidamos con facilidad. Por eso, aceptando que todos somos un poco tamagotchis y un poco cuidadores de tamagotchis, tratemos de acercarnos a ese equilibrio. Prestemos atención a los demás, sabiendo que este interés les aporta felicidad y que esta felicidad generada siempre tiene un eco en nosotros mismos. Entendamos que, al fin y al cabo, la felicidad depende de nosotros mismos en nuestra relación con los demás. El algoritmo de la felicidad es muy fácil: hay que aportarla a los demás para que venga hasta nosotros. Que somos, en definitiva, tamagotchis apretando nuestros propios botones y que nuestro tiempo, nos corresponda el que nos corresponda, siempre es limitado. Bip-bip-bip.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de junio de 2024.