De paraísos perdidos

Playa paradisíaca Menorca

“The mind is its own place, and in itself can make a heaven of hell, a hell of heaven”

― John Milton, Paradise Lost.

Los que hemos tenido la suerte de nacer o criarnos en Menorca pensamos que esta isla es un paraíso. Los que, además, por estudios, trabajo o cualquier otra circunstancia hemos tenido que vivir fuera de ella durante años, no solo lo pensamos, sino que lo confirmamos. Que sea un paraíso no quiere decir, como es obvio, que sea el Paraíso, pero sí que por sus dimensiones, por su clima, por su naturaleza, por su paisaje, por su ubicación, por su población, ofrece una calidad de vida muy alta, que, por supuesto, se paga por otra parte con otras muchas limitaciones que tienen que ver, precisamente, con el hecho de que es una pequeña isla: menores oportunidades profesionales, más dificultades para viajar, incluso cuando estamos obligados a ello, menor oferta en muchos ámbitos, etc. La escala de la isla y el hecho de que varios mares consecutivos nos separen del continente han marcado nuestra historia y nuestra cultura. Lo que no pensábamos es que también marcarían tanto nuestro presente y, por lo que puede verse hoy, también nuestro futuro de una forma tan dramática.

Hasta aquí, todo bien. Nuestra isla es un paraíso. Suena a tópico y, además, lo es: cualquier isleño ―me refiero a cualquier persona nacida o criada en una isla, en cualquier isla― opina poco más o menos lo mismo de la suya. El problema sucede cuando algunos decidieron en nombre de todos que nuestro modelo de negocio debe ser, precisamente, explicarle al mundo entero que vivimos en un paraíso. A poco que el mensaje sea convincente ―y siempre lo es cuando aparecen playas paradisíacas de aguas turquesas y vacías de gente― se corre el riesgo de que tenga éxito. Y ese éxito descontrolado es, precisamente, la mayor amenaza para nuestro paraíso.

Generar estas expectativas tiene resultados evidentes: ¿quién no quiere experimentar un paraíso? ¿quién no quiere ser más feliz? Esta idea idílica de lugar mágico y privilegiado es fácilmente monetizable: si la gente quiere venir hasta aquí, quién se lo facilite puede embolsarse un buen dinero. Y cuanto más altas sean las expectativas paradisíacas, mayor precio se puede exigir a cambio del privilegio de venir hasta aquí y gozar, aunque sea por unos pocos días, de este lugar.

Nuestro planeta, desde hace miles de millones de años, orbita en torno al Sol: caprichos de la fuerza de la gravedad. Pero nuestro mundo, el de las personas, se mueve por otra fuerza infinitamente más despiadada: el dinero. Cada vez que convencemos a alguien de que esta isla es, de verdad, un paraíso, estamos arriesgándonos a que puje por él. Y eso es exactamente lo que está pasando: hemos convencido a buena parte de Europa de que nuestra isla es un paraíso. De que aquí se vive mejor. Que por el simple hecho de estar aquí uno es feliz. Este reclamo, aderezado con la interminable serie de postales playeras, es un relato que ha calado y que está llegando cada vez más lejos. Muchos de los destinatarios del mensaje deciden comprobarlo y vienen hasta aquí, quizás tímidamente al principio, unos días ―de vacaciones, dicen―, y, aunque las playas estén a reventar de gente en pleno verano, algunos de ellos acaban llegando a las mismas conclusiones a las que hace mucho que llegamos los menorquines: aquí se vive bien.

Estos nuevos descubridores vienen, en muchos casos de otros países, quizás con peores climas, quizás con paisajes más deslucidos, quizás con vidas más ajetreadas, menos luz, menos mediterráneo, pero seguramente con mayores sueldos, con más riqueza material. Nosotros, los que vivimos aquí, no somos capaces de ponerle precio a lo que nos hace únicos, pero quien viene de fuera, quizás con otras ideas, quizás entendiendo mejor cómo funciona el mundo, decide pujar por el paraíso. En esa subasta continuada, los precios son cada vez más altos, con subidas abruptas, y atónitos, los residentes descubrimos que aquello a lo que no le sabíamos poner precio ahora ya lo tiene y es, además, inasumible para nuestros bolsillos. Inalcanzable.

Este drama evidente, esta escalada de precios es, hasta cierto punto, previsible. Lo que no deberíamos hacer es, además, alimentarlo con la expectativa de ganar así más dinero. Es posible que algunos sí lo ganen, pero estoy convencido de que es mucho más lo que estamos perdiendo. Lo estamos viviendo ya: cada vez se hace más difícil que alguien que vive y trabaja en Menorca pueda comprar aquí una vivienda: la diferencia creciente entre lo que cuesta un lugar donde vivir y lo que se cobra lo hace imposible. De hecho, hasta el alquiler se está convirtiendo en un lujo al alcance de unos pocos privilegiados.

Mientras todo esto sucede, hemos decidido quemar más dinero que nunca en promocionarnos, en tratar de convencer a más gente de que esta isla, de que nuestra isla, es un paraíso. Pagamos religiosamente impuestos que se invierten en esta noble tarea. Pero este paraíso lo es cada vez más para otros y cada vez menos para nosotros. Para muchas familias el día a día de este paraíso va tomando tonos de infierno o, como mínimo, un cierto cariz de purgatorio. Si no somos capaces de darle la vuelta de alguna forma, de reaccionar, ese dinero fácil conseguido vendiendo a plazos el paraíso, pieza a pieza, nos habrá costado mucho más de lo que pensamos: no habrá cifra que compense la pérdida. Se acerca ese día, desgraciadamente próximo, en el que esta isla será para nosotros un paraíso perdido del que habremos sido definitivamente expulsados, aunque no por bíblicos ángeles de espadas flamígeras, sino por la codicia de unos pocos y la miopía cortoplacista de otros muchos.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc de febrero de 2025.