Ουδείς προφήτης στον τόπο του
Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida. ¡Oh diosa, hija de Zeus! Cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.
Aunque, por más que le preguntase Homero, jamás se lo confirmara la Musa, no es descartable que Ulises, en su largo periplo de regreso a casa, recalase con su negra nave en la isla de Menorca. Al final, los vientos eran y son caprichosos, y si la ruta desde Troya hasta Ítaca le pudo llevar hasta las costas de Sicilia, Cerdeña, Djerba (Túnez) o el Gozo (Malta), bien podrían haberle arrastrado hasta las nuestras. La ninfa Calipso supo retener al ingenioso marinero durante siete años en Ogigia, por lo que tampoco resultaría sorprendente que recalase después en Menorca a tomarse un descanso: quizás fueran menorquines los cantos de sirena… Los diez largos años de su viaje de retorno dieron para mucho, así que una breve visita menorquina no debería descartarse como posibilidad.
¿Qué habría encontrado Ulises en nuestra tierra en aquel entonces? Pues, para empezar un paisaje muy distinto y mucha menos gente. Situándonos poco más o menos en el año 1.200 a.C., los arqueólogos utilizan dos cronologías distintas, según las cuales estaríamos en el período Naviforme II, dentro del Pretalayótico, o bien el el Talayótico I. De una forma u otra, Ulises habría descubierto pequeñas poblaciones muy dispersas, en lugares fácilmente defendibles, viviendo en navetas de habitación, distintas de las que empleaban para enterrar a sus muertos, como es el caso de la naveta des Tudons. Muy lejos del esplendor de la Troya de Príamo, saqueada por los héroes aqueos.
No hay forma de saber con certeza lo que Ulises encontró en las tierras menorquinas, pero sí que podemos suponer lo que dejó aquí. Ulises, el Odiseo de los griegos, fue un héroe célebre por su proverbial astucia. Era fuerte, pero menos que Áyax; era un hábil guerrero, pero menos que Aquiles; era valeroso, pero menos que Héctor; era sabio, pero menos que Néstor. Su punto fuerte fue siempre su ingenio, su capacidad para encontrar soluciones innovadoras que se salían del marco de referencia de los problemas a los que se enfrentaba. Fue el ideador del mítico caballo de Troya, una treta militar de un tamaño mayúsculo, con la que los griegos consiguieron por fin, tras nueve años de asedio, tomar la ciudad de murallas inexpugnables. Algo de esa astucia quedó diseminada por todo el Mediterráneo durante su viaje de regreso y, sin duda, creo que los menorquines nos quedamos con una cuota algo mayor que la que correspondió a otros territorios.
De esa astucia e ingenio de Ulises somos herederos todos los menorquines. Nuestro pueblo ha prosperado pese a la pobreza de nuestra tierra, que nunca fue la mejor para la agricultura, pese a no tener recursos minerales reseñables, pese a no tener ríos ni montañas, pese a estar lejos de todos las urbes, de todos los centros políticos de decisión. Es este carácter inquieto y emprendedor tan nuestro el que ha sabido hacer de la necesidad virtud y nos ha enseñado a sobreponernos a todas las dificultades. Si me lo permites es, sin duda, nuestro superpoder, heredado directamente de aquel Ulises que supo ser, como en la canción de Julio Iglesias, un truhan y un señor.
No hay forma de validar históricamente nada de todo esto que explico como simple conjetura, como posibilidad, pero lo cierto es que en esa época, de acuerdo con los arqueólogos que han estudiado concienzudamente la cuestión, sobreviene un cambio importante en esta primera sociedad menorquina, al parecer como resultado de la llegada de población foránea. Quizás no fue un Ulises concreto, sino muchos de ellos, pero lo cierto es que cambia la forma de vida, como acreditan los cambios en las construcciones que llegan hasta nuestros días y, por lo tanto, también las costumbres.
Licofrón de Calcis, poeta griego y bibliotecario de Alejandría, por el contrario, cuenta en su poema «Alejandra», escrito en el siglo III a.C., que quienes llegaron hasta Menorca y Mallorca fueron, precisamente, parte de los vencidos troyanos. Fueran los aqueos de Ulises o los troyanos de Príamo, lo cierto es que quien fuera que llegó aquí trajo consigo cambios.
De este ingenio de los menorquines iniciales dan cuenta los yacimientos arqueológicos, con la clara planificación urbanística de sus grandes asentamientos, la proliferación de estructuras tan propias como las taulas, que no se repiten en ningún otro lugar del mundo, o con maravillas únicas como el pozo de na Patarrà o la cueva des Coloms.
En los siglos venideros, los menorquines, sin tener en general un papel protagonista en la historia, consiguieron no solo subsistir, sino además proliferar. Con materiales tan sencillos como la cuerda y el cuero, trenzados, construyeron armas que, junto con su destreza, les convirtieron en un formidable ejército de élite codiciado por romanos y cartagineses, considerado entonces irreemplazable.
Con el transcurso del tiempo, los menorquines siguieron navegando por el Mediterráneo y aún más allá, trayendo hasta la isla las riquezas de un próspero comercio que coqueteó con las distintas potencias políticas de su tiempo. Cuando vinieron mal dadas, los menorquines se hicieron de nuevo a la mar, persiguiendo su inquietud, para instalarse en América, en Cuba, en Filipinas o en Argel, donde su carácter emprendedor permitió que muchos de ellos hicieran fortuna antes de volver de nuevo a casa.
En el siglo pasado Menorca supo reinventarse también y desarrollar un tejido productivo innovador, industrializando también oficios tradicionales y explotar el sector agrario añadiéndole mucho valor añadido, lo que le permitió enfrentarse con mejor suerte a otras crisis económicas posteriores.
Sin embargo, todo esto que fuimos, todo esto que hemos sido, se está perdiendo, si es que no se ha perdido ya definitivamente. Apelo a la astucia de Ulises, como parte del ADN menorquín, para que en estos nuevos tiempos, que resultan por motivos distintos difíciles para muchos, sepamos encontrar soluciones ingeniosas para nuestros problemas actuales. Necesitamos recursos, claro que sí, pero ante todo necesitamos ideas, y que esas ideas sean nuestras, compartidas, aceptadas, y no impuestas por otros que no saben quiénes somos ni nos entienden. Invito desde aquí a que cada uno de nosotros, desde esa historia compartida que nos configura y define, desde ese valor e ingenio que nos ha caracterizado durante milenios, a pensar ideas nuevas, a buscar soluciones y a compartirlas hablando bien alto y claro.
Acabo ya esta reflexión con una frase atribuida también a Homero en la Odisea: «No sé lo que depara el futuro, pero sé quién tiene el futuro en sus manos». Tú y yo también sabemos quién tiene el futuro en sus manos: nosotros. Aceptemos esta responsabilidad ineludible y pongamos nuestro mejor ingenio a trabajar en algo que sea propio y merezca la pena. Dejemos de lado los cantos de sirena con los que algunos tratan de embaucarnos y, desde la verdad, desde el compromiso, actuemos sobre lo que importa: nuestra astucia supera sin duda la de ellos.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de agosto de 2024.