El mundo que nos rodea es terriblemente complejo y nuestra mente una máquina muy ahorrativa en cuanto a consumo de energía. Analizar la realidad hasta sus últimas consecuencias es un proceso largo, difícil y, sobre todo, tedioso, probablemente fuera del alcance de ese litro y medio de gelatina densamente interconectada que llevamos entre las orejas. Sin embargo, vivir es tratar de entender esa realidad para ajustarnos a ella, luchar en su contra o tratar de transformarla.
La estrategia que sigue nuestro cerebro es sencilla y efectiva: esa realidad compleja, poliédrica e interrelacionada se descompone en historias sencillas, que buscan siempre relaciones de causalidad, explicativas, entre causas y consecuencias. Solo así podemos acercarnos a la realidad, aunque sea de una forma imperfecta y sesgada. Pongamos un ejemplo fácil de entender: las predicciones meteorológicas se basan en modelos matemáticos muy complejos que integran millones de datos observados (temperatura, presión, humedad, etc.) en programas con millones de líneas de código y aún así pensamos que son poco fiables. La sabiduría popular considera que viendo el color del cielo al atardecer se puede predecir si lloverá, hará viento o buen tiempo, y que esto es mucho más fiable que cualquier pronóstico meteorológico.
Nuestra mente es una máquina que procesa y construye historias, nada más. Nuestra memoria es episódica y todo se almacena en forma narrativa. Construimos nuestra propia historia, que nos ayuda a entender el mundo y nuestro papel en él, añadiendo causas y efectos, objetivos, protagonistas e incluso antagonistas. Es, sin duda, mucho más manejable una narración que un análisis pormenorizado de la configuración de la realidad. Si tenemos una historia, deja de interesarnos la realidad.
El libro «La ciencia de contar historias», del autor británico Will Stor, analiza esta verdad y sus consecuencias prácticas, que son muchas y condicionan nuestra forma de entender el mundo y relacionarnos con el resto de seres humanos. En realidad, nunca llegamos a conocer a otras personas, porque no nos es dado asomarnos a su mente. Lo que hacemos es simplemente construir modelos mentales —narrativas, en realidad— sobre nuestros congéneres, que son más detallados cuanto más próximos nos resultan y más interaccionamos con ellos.
Un problema añadido es que, tal y como analiza Joseph Campbell en su obra «El héroe de las mil caras», todas las historias humanas —incluidas estas autonarrativas— se ajustan siempre a un patrón único: el protagonista, de forma voluntaria o involuntaria, sale de su entorno —lo que hoy llamaríamos su zona de confort— para entrar en un ambiente distinto, en el que hace amigos y enemigos, supera una crisis o realiza una hazaña, y, convertido en héroe, vuelve al punto de origen, cambiado y con capacidad para cambiarlo.
Las decisiones que tomamos se basan precisamente en nuestra propia autonarración personal. El protagonista de nuestra historia, ¿qué haría ante semejante disyuntiva? No hace falta realizar un análisis de coste—beneficio racional ni factorizar las consecuencias: lo importante es que encaje o no con nuestra propia historia, es decir, en la proyección que hace nuestra mente sobre quienes somos. Como consecuencia de esto, somos fácilmente manipulables cuando se apela a un relato que encaja con nuestra propia percepción. De eso saben cada vez más los publicistas que, de hecho, hace ya muchos años que han acuñado el «storytelling» como herramienta imprescindible para apelar a nuestros deseos con eficacia: no expliques las ventajas objetivas de un producto, explica una historia y trata de que esa narración encaje con la de los consumidores de tu grupo demográfico objetivo. En definitiva, el «libre albedrío» no es más que otro relato que hemos creado y nos explicamos para creer que somos realmente libres.
Estas narrativas que construimos para nosotros mismos y para el resto de personas, las creamos también para los distintos grupos humanos, tanto a los que pertenecemos como a los que no: una familia, un barrio, una ciudad, una nación. Estas historias acostumbran a ser identitarias y fijar valores o patrones, en muchos casos, aspiracionales. Hasta hace no mucho, España era «una unidad de destino en lo universal». Vivimos rodeamos de otras narrativas identitarias de este tipo, en permanente conflicto con otras narrativas contrapuestas. Nuestras narrativas tienden a magnificarnos a nosotros mismos y a nuestro grupo.
El problema se da aquí cuando estas narrativas chocan. Cada una trata de explicar la realidad y cuando este análisis es divergente, surge el conflicto entre ambos grupos. En tanto subsistan las historias contrapuestas, se mantiene el conflicto y, lo que es peor, la narrativa del grupo arrastra las narrativas individuales. Con esto me refiero a que los miembros de un grupo con una narrativa contrapuesta a la del nuestro se perciben automáticamente como malas personas o, en el mejor de los casos, como estúpidas, por no darse cuenta de lo evidente de nuestra propia historia y su verdad absoluta. Tenemos infinitos ejemplos de esto: la conflictos religiosos, las rivalidades políticas, las enemistades entre aficionados de distintos equipos, los odios entre pueblos vecinos… no son más que choques entre narrativas.
Como muestra, un botón: mi reciente actividad política hace que se me encasille en la narrativa correspondiente a una ideología concreta. Los que consideran que forman parte de ese mismo grupo asumen que comparto con ellos todos los rasgos característicos de la narrativa correspondiente, de una forma acrítica, sin fisuras. Por otra parte, para las personas de la ideología contrapuesta, al poner yo en duda con mi actividad sus propias creencias —su relato, en realidad— asumen automáticamente que soy una mala persona. No me conocen ni unos ni otros, pero no les hace falta para juzgar quién soy o cuál es mi carácter y motivación, y actuar en consecuencia.
Y sí, tiene consecuencias: el otro día, en una fiesta multitudinaria, una persona del grupo antagonista —de hecho, un alto cargo—, con una carga etílica suficiente como para eliminar cualquier atisbo de disimulo y cortesía, me abordó directamente sin que yo diera pie a ello. No habíamos hablado nunca, ni interactuado de forma alguna, ni tenía ninguna opinión previa sobre esa persona, pero eso no fue un obstáculo para hacerme saber desde su primera frase que mi narrativa no encajaba con la suya. Lo que me dijo, poco más o menos, era que yo daba pena y que debería avergonzarme de hacer lo que, en definitiva, no es más que mi trabajo. Afortunadamente pude analizar el incidente desde esta perspectiva de colisión de relatos y no tomármelo como algo personal.
En cualquier caso, la ventaja de que sustituyamos la realidad por historias sencillas que la explican es que, aunque no podamos cambiar toda la realidad directamente, sí que podemos reescribir esas historias. Cambiando las narrativas podemos cambiar la realidad que percibimos y nuestra forma de actuar en el mundo. Creo que es bueno disponer de esta plasticidad sobre nuestro propio relato: podemos cambiarnos y, extendiendo nuestra historia, también cambiar el mundo.
Elijan bien su propia narrativa y, si en algún momento se les queda pequeña o no les gusta, nada les impide reescribirla. Les invito a revisar su propio relato. No somos más que las historias que nos contamos a nosotros mismos. No tenemos porqué vivir atrapados en ellas. Ténganlo siempre presente.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de noviembre de 2023.