No hay nada más contagioso que una idea. Ni hay mascarilla ni guantes que prevengan su propagación. Sin embargo, siempre se puede dificultar o ralentizar su contagio con vacunas adecuadas, como la censura, el fanatismo, los prejuicios, los bulos, la posverdad y los infinitos disfraces que adopta la desinformación, aunque ninguna de ellas sea del todo efectiva a largo plazo. Las malas ideas, e incluso las ideas falsas, también se contagian con la misma facilidad, y ahí es donde se agazapa el peligro. Saludos desde aquí a los terraplanistas, por cierto.
Cada una de estas ideas que pueden colonizar nuestras mentes compiten entre sí para imponerse. Es una visión muy original pero que explica muchos de los fenómenos humanos y, entre ellos, la propia historia de la humanidad. Nuestra historia es un combate de ideas, en las que unas perecen y otras medran para, un tiempo después, sucumbir también a su vez frente a otras.
Este concepto de la lucha perpetua entre ideas para colonizar mentes humanas es, como mínimo, interesante. Cada una de estas ideas salta de persona en persona, tratando de reproducirse, de multiplicarse hasta ocupar el máximo de cabezas. Es, al final, darwinismo aplicado al mundo de las ideas: las más adaptadas se transmiten mejor, conquistan más cerebros, se propagan a mayor velocidad, parten por la mitad las ideas anteriores, haciéndolas caducas y obligándolas a desaparecer o condenándolas a la irrelevancia.
En otros casos, dos o más ideas separadas tienen un breve idilio y de su amancebamiento nace una nueva idea, bastarda, sí, pero diferente a sus progenitoras. Pero incluso así, no habrá piedad: la nueva idea deberá devorar a sus padres, mientras que estos tratarán, por todos los medios, de ahogar a su retoño. Por ejemplo, la democracia liberal y la monarquía absoluta, tras un coito tan impensable como imprevisto, dieron lugar a la monarquía parlamentaria, que se parece poco a sus madres, salvo en las formas, y ese conflicto de ideas ha costado miles de vidas.
Esta teoría, acuñada por el biólogo Richand Dawkins, se conoce como memética, aunque hay quien prefiere la denominación memología. Para mí, la memología debería ser la ciencia que estudia los memos, así que me quedaré con el nombre de memética.
Según esta hipótesis, cada una de estas ideas transmisibles en sí mismas de forma unitaria y con potencial para comunicarse y replicarse en mentes ajenas recibe el nombre de meme. El meme es, por lo tanto, la unidad mínima de cultura transmisible. Y, por esto mismo, la cultura de una sociedad en un momento dado viene determinada por los memes dominantes en las mentes de las personas de dicho grupo.
Esto tiene algunas implicaciones inmediatas que es interesante verbalizar: la cultura, y, como parte de ella, también la tradición, está en permanente cambio, al ser un conflicto perpetuo de ideas o memes entre sí. Las ideas, en sí mismas, pueden tener vidas muy cortas —como una moda concreta— o muy largas —como el cristianismo o el budismo, que llevan milenios colonizando mentes con mayor o menor éxito. Y, por el mismo motivo, los mismos memes, las ideas, van mutando poco a poco con cada transmisión, de forma que no se garantiza la identidad entre distintas generaciones de una misma idea. Siguiendo con el ejemplo anterior del cristianismo, el dogma de un católico creyente hoy no es equiparable a lo que predicaban los apóstoles hace veinte siglos y hay, a día de hoy, más versiones distintas del cristianismo que sabores de helado, convencidas todas ellas de ser la única verdadera.
Las consecuencias no acaban aquí: desde el momento en que las ideas necesitan aún hoy de los humanos para transmitirse, la capacidad de comunicación de los mismos es el límite a su propagación. En una sociedad eminentemente oral, la idea solo podía transmitirse escuchando a otro portador de la misma. En una sociedad que ha desarrollado la escritura, el alcance es mucho mayor, a través del tiempo y del espacio, en forma escrita, ya sea sobre tablillas de arcilla o sobre papel: un meme contenido en un libro puede infectar a todos los lectores del mismo. Y en una sociedad hipercomunicada como la nuestra, donde las ideas se propagan a través del vacío y en tiempo real, casi de mente a mente, las tasas de difusión son estratosféricas: esta es la auténtica viralidad. Una comunicación más rápida hace que el ciclo de vida de una idea se acelere y, por lo tanto, que su vida se acorte, al entrar en contradicción con otras de una forma inmediata, pero también posibilita su difusión global a toda la humanidad. Mejores comunicaciones implican, por lo tanto, más infecciones de ideas. Y una mayor y más rápida exposición a ideas supone un cambio cultural acelerado, como estamos experimentando. Nunca el mundo se ha movido al ritmo que lo hace hoy, y cada vez va a más: es la aceleración perpetua del cambio. O, para algunos, el advenimiento de la singularidad.
De alguna forma, todas estas ideas nos configuran, dado que dan forma a nuestra cosmovisión, a la manera en la que interpretamos el mundo y reaccionamos ante él, a las decisiones que tomamos, a los objetivos que perseguimos, a cómo nos relacionamos. La idea de que los humanos servimos de simple caldo de cultivo a las ideas y que, de alguna forma, éstas nos parasitan o, en el mejor de los casos, se encuentran en simbiosis con nosotros, sus huéspedes materiales, nos obliga a revisar nuestro propio papel en el universo con una cierta humildad.
Y si a alguien le quedan dudas sobre qué es más importante, si la idea o la persona, les propongo un simple ejercicio mental: ¿puede una idea pervivir sin la persona? Está claro que sí: puede sobrevivir a la muerte de la persona al alojarse a la vez en otras cabezas, e incluso, registrada en un soporte físico, revivir siglos o milenios después. La materialización de las ideas también pervive: un edificio, una presa, un camino. Sin embargo, no puede haber personas sin ideas. Sin ideas propias, desgraciadamente, sí. Pero nuestra existencia es, en sí misma, ideación. No hay vida sin ideas.
Alégrense: de una forma totalmente involuntaria, su cerebro, a todas horas, es una compleja placa de Petri en la que distintas ideas se van cultivando, creciendo, mezclando y reproduciendo. Como vilanos al viento, las ideas, propias o ajenas, se extienden en todas direcciones. Algunas enraizarán y fructificarán, para seguir esparciéndose; otras, sin embargo, como el proverbial grano de mostaza, caerán en suelo yermo, donde acabará su infructuoso peregrinaje.
El problema se dará —o quizás se está dando ahora mismo— cuando las ideas encuentren mejores mecanismos para replicarse que los cerebros humanos. Está claro que la idea necesita que exista capacidad de pensamiento, pero cada vez estamos más cerca de lograr máquinas pensantes. ¿Qué sucederá cuando las ideas descubran que pueden propagarse de una forma más eficiente gracias a estas máquinas? ¿Pasaremos los seres humanos a ser innecesarios para estas ideas a las que inopinadamente servimos?
Les dejo con esta idea, algo inquietante, lo sé. Mientras tanto, para reducir el ritmo de infección de ideas, la única recomendación que puedo hacerles es que no se muestren atractivos para las ideas: no lean, no conversen, no opinen, no reflexionen. La mejor defensa contra estos memes es, precisamente, ser un memo. Esfuércense en parecerlo. Salud.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de febrero de 2024.