Pertenezco a la cuarta generación de lectores de mi familia. Desde mi bisabuelo hasta mí fluye ese amor incondicional por los libros que se manifiesta en algo tan tangible y cierto como la biblioteca familiar, que ha pasado de padres a hijos, dejando a cada uno de ellos la obligación de cuidarla, de mimarla, de leerla y, en la medida de lo posible, de ampliarla de acuerdo con sus propias inquietudes.
El mérito es, evidentemente, de mi bisabuelo, ya que fue esa rara avis: un lector espontáneo, nacido en una familia humilde y con una cultura modesta. Labriego hasta cierto punto acomodado, propietario de la tierra que trabajaba, no dejó de leer, de aprender, de coleccionar libros en un pueblo donde aún no había librerías. Su amor al conocimiento, su afán por aprender, le dieron fama de personaje excéntrico, estrafalario, opinión que todavía hoy persigue a mi familia y que también he tenido que arrostrar toda mi vida.
Sin pretenderlo, tuvo más mundo que la mayoría de sus conciudadanos de un pequeño municipio de una isla mediterránea. Primero porque nació en otro país, al emigrar sus padres para hacer fortuna, por lo que se crió en el crisol de culturas que fue Argel a finales del siglo XIX y principios del XX. Segundo, porque su curiosidad natural, su voluntad de aprender sobre todo lo humano, encontró su respuesta natural en los libros, que ampliaron sus conocimientos, su universo, mucho más allá de lo que cabía esperar de un simple campesino, oficio que ejerció con orgullo y honradez toda su vida.
Apenas conocí a mi bisabuelo Michel, que así se llamaba, herencia de su nacimiento en el protectorado francés. Era un hombre anciano cuando yo nací y le recuerdo, siendo yo niño, como alguien de una proverbial vejez, pequeño, seco, callado y con unos ojos siempre sonrientes.
Conservo al completo la pequeña biblioteca que construyó, comprando cuantos libros caían en sus manos y se podía permitir. A falta de librerías, a falta de bibliotecas, compraba libros a particulares. Cuando moría alguien que tenía libros antiguos en su casa, él se los compraba a los herederos, dispuestos en general a recuperar espacio y deshacerse de algo tan inservible como un libro, un dispositivo inerte que solo sirve para complicar las mudanzas y acumular polvo y olvido.
De esta forma aparecen en la biblioteca familiar libros que para mí son auténticas joyas, independientemente de su valor: primeras ediciones encuadernadas en pergamino y escritas en latín, en inglés, en francés, en italiano, en alemán y en español, que se remontan incluso hasta el siglo XVIII. Obras literarias, científicas, religiosas y filosóficas, fruto del azaroso procedimiento de adquisición de libros. Una abigarrada colección, menos de un centenar de volúmenes, una incipiente biblioteca que, con todo, lleva ya más de un siglo en mi familia y de la que soy hoy su humilde conservador.
Tocar, oler, abrir, leer esos viejos volúmenes encuadernados en piel me devuelve ese sentimiento de pertenencia, me pone en contacto con mis antecesores, desaparecidos, y me permite tener con ellos esas conversaciones que en vida no mantuvimos jamás. Ahí está la magia, en ese hilo conductor bibliográfico y literario, que permite que cuatro generaciones nos reunamos a un tiempo frente a unas palabras impresas hace casi tres siglos: cuando leo un verso del Orlando Furioso en italiano siento mi propia emoción y el eco de las lecturas anteriores que hicieron mis antepasados, de sus impresiones ante la palabra encendida de Torquato Tasso. La evocación es irresistible y la historia que cuentan esos libros se entrelaza con la azarosa existencia de esos volúmenes hasta recabar en esta biblioteca que es, a la vez, la historia de mi familia, mi propia historia.
De niño, en mis primeros recuerdos de la casa familiar, contemplo estanterías con anaqueles repletos de libros, con lomos multicolores, elevándose en filas consecutivas hasta el techo, figurándose como acantilados de papel hasta donde alcanza la vista.
He entendido el concepto básico de lo que es un libro y me resulta fascinante. Veo a mi abuelo, veo a mi padre, avanzar con paso decidido hasta un estante y sacar un volumen concreto, sin titubear. A veces, sin moverse de allí, lo abren, lo hojean y lo devuelven a su lugar. Otras, se lo llevan hasta la mesa, se sientan, y el ritmo de las páginas es otro, más pausado, casi detenido.
Noto además cómo sus ojos dejan de verme, pese a estar presente, y se pierden en ese abismo de arabescos negros sobre fondo blanco, del que vuelven mucho tiempo después, siempre cambiados: más alegres, más tristes, más callados o más locuaces.
Siento a mi alrededor esa magia y entiendo instintivamente que los libros son algo poderoso, que encierran secretos que me están aún vetados, pero que llegará el día en que yo también pueda perderme en sus abismos y salir de ellos más sabio, cambiado, como veo que le sucede a mi familia.
Mi curiosidad infantil, irrestible, no deja de hacer preguntas. Insistente, entiendo por fin que los libros guardan historias, guardan saber, y que todos son distintos. Sin saber leer, aprendo a respetar los libros, a tratarlos con delicadeza como los objetos sagrados que son. No son juguetes y extremo con ellos mi cuidado.
En las estanterías más bajas, las que están al alcance de mi corta estatura, voy sacando uno por uno los libros, contemplando primero sus portadas, por si tienen alguna imagen que me permita imaginar su contenido. No siempre es así, pero no pierdo la esperanza y los hojeo, porque en algunos afortunados casos he encontrado fotografías y dibujos en su interior. En otras ocasiones no hay suerte y el libro continúa siendo para mí un acertijo irresoluble, un misterio profundo al que no puedo acceder.
Cuando la frustración me vence pero veo en el libro algo que lo hace único, diferente por su tamaño, por su color o su grosor a sus compañeros de anaquel, se lo acerco a mi padre o a mis abuelos, a quien tenga más a mano, y les pregunto directamente:
—¿Como se llama este libro?
Y sea una novela o una guía telefónica, me prestan atención, cogen el libro y me dan una breve explicación, siempre demasiado corta para mi gusto, ansioso por zambullirme ya en sus historias. A la primera pregunta siguen varias docenas más, avanzando y retrocediendo a un tiempo, exigiendo más y más detalles sobre la historia, o sobre su protagonista, lo que sucede o para lo que sirve.
Cuando mi entusiasmo excede su paciencia, lo que suele pasar casi siempre, me dan la única respuesta que parece acallar completamente mi curiosidad, sea cual sea mi pregunta:
—Es de adorno.
Desconozco el mecanismo que hace que esta respuesta rompa la cadena de preguntas. Mi mente infantil, claramente, ha llegado a conclusiones propias, no muy lejanas al conocido aforismo de Oscar Wilde: «la belleza es el símbolo de los símbolos: lo revela todo porque no expresa nada». El pequeño esteta que fui está de acuerdo: si hablamos de belleza, de algo que sirve como adorno, no merece la pena seguir preguntando.
Dicho esto, devuelvo con todo cuidado el libro a su estante y sigo mi caza de intuiciones en el mar de papel compartimentado. Paso horas en este juego tranquilo, en esta investigación respetuosa, en esta adoración silenciosa de un conocimiento al que aún no puedo acceder pero que sé que está allí, ante mis ojos, entre mis manos.
En otras ocasiones, cuando sí he encontrado una imagen delatora en la portada o, mejor aún, fotografías e ilustraciones entre sus páginas, mi exigencia es distinta: quiero que me lean lo que dicen las páginas anteriores o posteriores al dibujo que ha captado mi atención. Cuando vislumbro algo conocido, necesito saber más.
En una de estas ocasiones, mi padre, solemne, me dice un frase tan profética que aún hoy recuerdo:
—Aprovecha ahora que eres analfabeto.
No comprendo entonces el calado de lo que me dice. Hoy, muchos años después, sí: la lectura nos cambia, nos abre un mundo infinito, aunque quizás al precio de desdibujarnos un poco por el camino, perdiendo unas pocas certezas a cambio de adquirir muchísimas más dudas.
En este mundo de engaños, la única vacuna eficaz contra la estupidez es una buena lectura. El espíritu crítico debe entrenarse y no hay mejor gimnasio que una biblioteca. Háganse un favor: lean.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de septiembre de 2023.