Hablaba en un artículo anterior de las nefastas consecuencias del efecto Dunning-Kruger, que consiste en la que las personas con menores competencias son las que, sistemáticamente, sobrevaloran su capacidad, mientras que, por el contrario, las más competentes son quienes subestiman sus propias habilidades. Ligado con el Principio de Peter, las posibilidades para el desastre eran casi infinitas.
La mente es una herramienta maravillosa, con una plasticidad inabarcable, con una imaginación inacabable, pero, precisamente, por su complejidad, es también susceptible de errores de autoapreciación o, si me permiten, de autoevaluación, que más allá de Dunning-Kruger, pueden ser también dramáticos para quien los padece.
Existe una especie de efecto paralelo, conocido como síndrome del impostor, y del que me gustaría hablarles hoy. Quizás lo hayan experimentado alguna vez y sabrán entonces a qué me refiero: es cuando una persona no es capaz de asumir su propia valía y, por lo tanto, no puede aceptar sus logros.
Fueron las psicólogas clínicas Pauline Clance y Suzanne Imes las que, en 1978, describieron y bautizaron este fenómeno. La manifestación más habitual consiste en que personas con gran capacidad y proyección, sea ésta académica, personal, cultural, artística o profesional, atribuyen sus éxitos a la suerte, minimizando su propio esfuerzo y competencia, lo que les hace sentirse impostores ante sus iguales, a los que sí consideran merecedores del status que se niegan a sí mismas.
No está considerado una enfermedad mental, pero sí supone un cuadro psicológico que afecta muy negativamente a los que lo sufren, que padecen un miedo continuado a ser desenmascarados como un fraude, como impostores. Sienten que no merecen sus éxitos presentes y que estos no se deben en ningún caso a sus méritos, a su trabajo, a su esfuerzo, a su capacidad o a su inteligencia, sino a la suerte, a casualidades totalmente inmerecidas.
De acuerdo con las investigaciones clínicas, hay algunos factores de riesgo que incrementan la posibilidad de sufrir el síndrome del impostor. Entre ellos, un excesivo perfeccionismo, el miedo al fracaso, la negativa a aceptar las propias habilidades, la tendencia a minimizar los elogios o incluso los sentimientos de miedo y culpa hacia el éxito.
Otra nueva paradoja mental: personas altamente capacitadas y formadas, que alcanzan posiciones de cierto prestigio o responsabilidad en base a sus propios méritos y, sin embargo, no son capaces de aceptarlo y se sienten impostoras, como si todo fuera fruto del azar y no pueden por ello ser merecedoras de su éxito ni disfrutarlo. Temen, además, que esta falsedad que solo ellos conocen, esta impostura, sea un día desvelada y quede claro que son un fraude, cuando nunca ha sido así.
¿Se han sentido alguna vez así? Aunque hasta ahora he hablado del trabajo o de los entornos académicos, el síndrome del impostor se extiende también a las relaciones personales e incluso familiares, sintiendo el impostor que las otras personas sienten aprecio hacia él sin merecerlo, únicamente porque han sido engañados por su conducta, no por su valía o por lo que pueda aportar de forma objetiva a cualquiera de las relaciones.
Este razonamiento falso devora cualquier posibilidad de paz mental de las personas que lo sufren, permanentemente en estado de alerta ante la posibilidad de que la falta de merecimiento en la que creen vivir sea descubierta por sus compañeros y queden expuestos como lo único que son: unos impostores que no se merecen estar ahí.
Las buenas noticias consisten en que esta autopercepción tóxica que sufre quien experimenta el síndrome del impostor puede deshacerse en parte, haciendo un ejercicio de refuerzo en positivo de la valía intrínseca de esas personas. Incluso haciéndoles ver que estas inseguridades que sufren son, en muchas ocasiones, compartidas también por sus iguales.
Es una auténtica lástima comprobar que las altas capacidades intelectuales van acompañadas, en ocasiones, de una fragilidad en lo emocional que impide que muchas personas desarrollen y demuestren su máximo potencial.
Y lo que es todavía más preocupante es que, por un elemental principio de dualidad, la existencia del síndrome del impostor supone que éste también debe tener su reverso: habrá personas que pese a tener capacidades limitadas, competencias escasas y habilidades pobres, considerarán que todo lo bueno que les sucede objetivamente por casualidad es algo que merecen sin ningún tipo de duda. Hayan sufrido o no el síndrome del impostor, lo que es seguro es que conocerán a alguien de este segundo grupo, al que se le podrían poner muchos nombres distintos, pero ninguno de ellos amable.
Existen tests para valorar si alguien padece y en qué grado el síndrome del impostor, como la Escala de Clance del Fenómeno del Impostor (Clance Impostor Phenomenon Scale, CIPS), diseñada en 1985. Pero no hay escala que determine lo contrario, es decir, una herramienta que detecte quién ha llegado a una posición elevada y de poder únicamente por una serie de casualidades encadenadas y no por sus propios méritos. Si alguien elaborase un test así, habría que convertirlo en requisito obligatorio para acceder a cualquier puesto de responsabilidad, público o privado. Este impostor se despide ya, temeroso de la suerte inmerecida que supone poder escribir y compartir este breve artículo, y convencido de que sabrán guardarle el secreto de su falta de méritos. Un fuerte abrazo al resto de impostores. Esperemos que sean mayoría los del primer tipo.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de abril de 2024.