Hace unos días, paseando por el acantilado que separa Son Bou de la cala Sant Llorenç, recordé una vieja anécdota familiar que me contaron siendo niño y a la que siempre le he tenido cariño. Las historias familiares son una fuente continua de sabiduría y sirven, además, como inspiración literaria. La protagoniza mi bisabuelo Michel, personaje mítico del que ya hablé en mi artículo del mes pasado. Para adquirir las adecuadas coordenadas espaciotemporales, la acción transcurre en el pueblo de Alayor, en una década indeterminada de la primera mitad del siglo XX.
Como sabrá el lector, en Menorca todos contamos con un nombre, dos apellidos y, además de los posibles apodos individuales, de una especie de nombre familiar o «malnom», que tiene que ver con unas relaciones más laxas, más antiguas, una especie de parentesco desdibujado. Mi bisabuelo, Michel Pons Mercadal, era Mana. Supongo que yo también lo soy, aunque quizás no de pura raza. Esta familia en sentido amplio tenía entonces alguna rama un poco menos intelectual y algo más expeditiva.
Un familiar lejano, que pertenecía a la parte más díscola de este amplio grupo humano, le pidió un día a Michel que le acompañara antes del amanecer hasta la playa para ayudarle en unos asuntos. Dentro de estas relaciones familiares, las solicitudes de ayuda eran comunes y se solían atender, más por compromiso y costumbre que por otra cosa.
Michel acudió fiel a la cita y junto con el otro Mana, que llevaba su propio carro y caballo, se encaminaron de madrugada hacia la playa de Son Bou, a unos ocho kilómetros del pueblo. Al llegar, se fueron confirmando las sospechas, por otra parte bastante fundadas, de mi bisabuelo. Pronto quedó muy claro cuál era el asunto en cuestión: su primo de la parte Mana más aguerrida, haciendo honor a su nombre, había recuperado el muy venerable negocio familiar del contrabando. Michel, hombre íntegro, había dado su palabra a su primo de que le ayudaría, así que aunque no estuviera nada de acuerdo con el asunto, se prestó a seguir hasta las últimas consecuencias.
Al acercarse a la costa, hicieron señales a una barca que se acercó bogando hacia la playa al abrigo cada vez más tenue del alba. Entre el barquero, el primo Mana y Michel pronto hubieron descargado todos los paquetes hasta la arena. Quedaba ahora la parte más dura, que era transportar los fardos hasta el carro.
Cuando estaban haciendo el último viaje vieron luces acercándose y un sonó un silbato que no dejó lugar a dudas: era la Guardia Civil. El barquero se subió rápidamente al bote y remó a toda prisa mar adentro. El honrado primo hizo sentarse a Michel en el pescante de la carreta e inopinadamente fustigó al caballo con todas sus fuerzas, que se lanzó a la carrera, arrastrando consigo a mi asustado bisabuelo y un montón de paquetes de contenido más que dudoso. Luchando por no caer del carro durante su precipitada salida, el sorprendido Michel vio como su primo Mana echaba a correr hacia una zona próxima muy escarpada, llena de cuevas que conocía bien y donde sabía que no iban a encontrarle por más que buscaran.
Mi bisabuelo trataba de tranquilizar con muy poco éxito al caballo, que seguía a toda velocidad por el estrecho camino de tierra. Vio con espanto como otro grupo de luces y silbatos aparecían más adelante de donde estaba él, en plena carretera, y las figuras uniformadas le daban el alto con gestos muy enérgicos, con las armas a la vista. Michel, que entendía que esto de ayudar a la familia estaba muy bien pero tenía unos límites, trató de frenar el galope del caballo, tirando fuertemente de las riendas y gritando con fuerza la orden universal para esos menesteres: sooooo. Para su sorpresa, el caballo redobló su velocidad y los guardiaciviles, desconcertados, apenas tuvieron tiempo de apartarse para evitar ser arrollados por el tiro y el carro.
Sin entender todavía nada de lo que pasaba, mi bisabuelo llegó sano, salvo y en un tiempo récord al pueblo, por más que se pasó el camino entero diciéndole «so» a aquella bestia infernal. El caballo resabiado le llevó directamente hasta la casa de su primo, sin necesidad de más instrucciones. Viendo que por fin aflojaba su marcha, se bajó de carro y se fue para casa a toda prisa, a contarle la aventura a su mujer y prepararse para la consabida visita de cortesía de la benemérita.
Pasó el día y nadie fue hasta el hogar familiar. Al día siguiente, tampoco hicieron acto de presencia los guardiaciviles. Y al otro, tampoco, con lo que Michel fue poco a poco recobrando la tranquilidad y se juró a sí mismo preguntar por los detalles antes de comprometerse a hacer ningún otro favor a la familia.
A la semana justa recibió la visita de su sonriente primo, recién afeitado y con ropa de domingo, que venía a darle las gracias y, como gesto de buena voluntad, le traía unos paquetes del mismo tabaco rubio que iba en aquellos fardos. El primo Mana le dijo que él mismo no lo habría hecho mejor. Mi abuelo, entre resignado e indignado, le relató la pasada que les había dado a los guardiaciviles con la carreta, y la velocidad sorprendente que había adquirido su caballo cuando trataba sin éxito de refrenarlo. El primo Mana empezó a reírse y no pudo parar hasta mucho después. Todavía entre carcajadas, le explicó a mi bisabuelo que en su casa a todos sus caballos les enseñaban la doma del contrabandista, que era como la doma habitual, pero al revés: para que el caballo parase había que decir «arre» y para que arrancara o para azuzarlo, había que decir «so».
De aquella aventura le quedaron las cajetillas de cigarrillos rubios que no se fumó, ya que él era fiel a su tabaco de pota y a su pipa, y una falta de confianza crónica en los caballos ajenos: nunca más montó uno que no fuera el suyo.
Desconozco si aquella rama de la familia ha continuado hasta hoy con tan tradicional oficio, pero lo que sí tengo claro es que, al menos, han tenido la delicadeza de no volvernos a pedir favores de este tipo.
Ser emprendedores está en nuestro ADN.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de octubre de 2023.