Del barro del que quiero hablar es del barro metafórico. Incluso antes de la catástrofe se habían multiplicado las referencias en sentido figurado en el ámbito del debate público: la máquina del fango, el lodo, el barro… utilizadas para referirse a las actitudes de algunos personajes públicos, siempre dispuestos a lanzarse entre sí todas las inmundicias a su alcance con tal de ensuciar al contrario, obviando las más elementales comprobaciones sobre la verosimilitud o realidad fáctica de los proyectiles que disparan. Sin entender ninguno de estos fallidos alfareros que la metáfora es mucho más acertada de lo que parece a simple vista: para lanzar barro contra alguien hay que cogerlo con las manos y eso, a quien ensucia en primer lugar, es a quien lo arroja. Si tiene suficiente puntería en el lanzamiento, manchará también a su contrario, pero el resultado previsible es un escenario en el que todos acaban salpicados, incluso los que simplemente estaban allí como público. Es, al fin y al cabo, la evolución de la vieja máxima de la comunicación política, aunque llevada al extremo: difama, que algo queda. En realidad, es lo mismo que hacen los calamares cuando se sienten amenazados: lanzar toda la tinta que cargan para que la pérdida de visibilidad les permita escapar.
Lo que me preocupa de verdad es cómo reacciona la ciudadanía ante un escenario tan embarrado. Ver a los propios, a los que uno votó, manchados de barro genera desafecto. Ver a los políticos a los que uno no votó cubiertos de lodo, produce polarización. El resultado es este: desafección generalizada y auge de los extremismos. Y esta conclusión es un resultado interesado: los desafectos no votan, mientras que los extremistas, polarizados, sí se movilizan para hacerlo. Uso habitualmente la red social X, a la que sigo llamando Twitter, y puedo confirmar que su atmósfera actual es tan tóxica como la del planeta Venus: la confrontación es permanente, con un tono cada vez más violento, donde ni los buenos argumentos ni el humor tienen cabida. Los algoritmos de las redes sociales luchan por atraer nuestra atención de formas cada vez más sofisticadas, y han descubierto que una de las vías para lograrlo es conceder una mayor visibilidad, un mayor alcance, a aquellos mensajes más radicales, más polémicos. Además, el periodismo —el buen periodismo, al menos— debería ser un contrapunto crítico a las mentiras palmarias que crecen y se expanden sin control en las redes, pero, ante la crisis de su propio modelo económico, se ha visto forzado a sumarse a esta tendencia, que tiene como único objetivo maximizar los clics, acaparar la atención, primando las conversiones y los balances sobre la deontología profesional. Este mal periodismo exacerba todavía más el problema, lo retroalimenta, dando carta de naturaleza y credibilidad a las falsedades más llamativas. El resultado es una burbuja gigantesca, construida con ese barro del que hablábamos, y que no deja de crecer, alimentado por ese suministro inacabable de odio condensado. Una gigantesca bola de animadversión que aumenta sin control y que, tarde o temprano, acabará estallando.
La única solución posible sería cortar el flujo que alimenta su crecimiento y tratar de que, con el tiempo, se vaya deshinchando. Solo hay una forma de conseguir esto: que podamos acceder a la verdad. Curiosamente, éste es hoy nuestro mayor reto como sociedad a nivel global. En el mundo más hiperconectado que haya existido jamás, habitado por las generaciones más formadas y con mayor y mejor educación formal que haya habido nunca, con acceso instantáneo desde cualquier punto del planeta a todo el conocimiento acumulado de la humanidad, con dispositivos que graban y trasmiten en tiempo real imagen y sonido, jamás había la verdad sido tan elusiva como ahora. La verdad, que sí existe a nivel lógico y también a nivel filosófico, se ha sustituido por una confrontación constante de relatos contrapuestos. Por lo tanto, no es que la verdad tenga ya una naturaleza pactada, consensual, sino que damos por bueno que es un disenso continuado en el que se impone un relato temporalmente dominante como único sucedáneo válido.
Esta realidad líquida, corolario de la modernidad líquida de la que nos hablaba Zygmunt Bauman, supone la pérdida de toda certeza, haciendo de la verdad, en el mejor de los casos, un acuerdo temporal. Este sociólogo polaco, fallecido en 2017, acuñó también el concepto de colapso de la confianza que es, exactamente, lo que estamos viviendo hoy. Cuando no podemos distinguir la verdad de la mentira, tampoco podemos distinguir lo que está bien de lo que está mal, ni confiar en nada externo a nosotros mismos. Este barro de textura líquida en el que, de forma interesada, vivimos ya todos nosotros, borra el detalle de las cosas bajo una viscosa capa de opiniones disfrazadas de verdades. Esta incapacidad para acceder a los hechos, intoxicados como estamos de datos —pero no de conocimientos— y de opiniones e interpretaciones —pero no de sabiduría—, nos hace frágiles y, a la vez, tan maleables por las fuerzas vivas como ese fango del que hablamos.
Queremos pensar que la tecnología puede superar nuestras propias limitaciones y aportar una solución a este dilema. Muchos de los sesgos que plagan la corrección de nuestros razonamientos tienen una base evolutiva, biológica, de la que difícilmente podemos escapar. Quizás una inteligencia artificial, sin sesgos perceptivos ni lógicos, pueda acceder y mostrarnos algo más cercano a la verdad efectiva. Sin embargo, en tanto sean los mismos humanos los que diseñen y entrenen estas inteligencias, estarán condenadas a repetir los mismos errores, aunque con mayor eficiencia y velocidad. Estaremos apalancando y acelerando, por así decirlo, muchos de nuestros peores errores.
Hace no demasiado ensayamos una herramienta digital para concretar los consensos y dar así garantías sobre algunas verdades. La revolucionaria tecnología blockchain, en la que una multitud de sistemas participantes dan fe de algo de forma simultánea, comparando entre sí sus propios registros, podría ayudar a alcanzar la verdad o, al menos, una verdad consensuada entre muchos. Sin embargo, esta tecnología solo sirve hoy a otra gran mentira: las criptomonedas y sus primos fallidos, los NFT.
No existe una receta única para superar este problema global, ni ningún sustituto válido de la verdad, pero sí que podemos poner en práctica algunos cambios a mejor. Son pequeñas acciones, sencillas, individuales, con un impacto acumulativo. Por ejemplo, entrenar nuestro espíritu crítico para distinguir mejor la verdad de la mentira. No siempre llegaremos a la verdad, pero en caso de duda, estaría bien ser consecuentes y no expandir el relato no contrastado como si fuera una verdad incontrovertible. Si podemos reconocer el bulo, aislémoslo. O, al menos, si sospechamos sobre la realidad de una historia, no la hagamos circular de forma automática. Interrumpir estas cadenas de desinformación es, a la vez, romper las cadenas que estrangulan nuestra libertad y nos esclavizan en el miedo, en la ansiedad. Quien propaga mentiras es también, voluntaria o involuntariamente, un mentiroso, y la verdad es hoy, por su escasez, más valiosa que nunca. De nuevo, leer mucho y leer bien es la vacuna más eficaz contra la falsedad y el mejor antídoto para combatir el engaño: hay que entrenar la mente.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc de diciembre 2024.