A mediados de agosto, tras una sequía de lecturas interesantes, decidí enfrentarme a un tema que tenía pendiente desde hacía mucho: la rica producción de literatura oral popular de la isla. La literatura folklórica, término hoy algo abandonado en favor del más general de tradiciones orales que propugna la UNESCO, supone un valiosísimo patrimonio inmaterial que debe protegerse y que enraíza y da sustento a nuestras tradiciones y cultura.
Desde septiembre del año pasado las rondallas menorquinas y las leyendas de Menorca han conseguido su reconocimiento como Bienes de Interés Cultural Inmaterial de Menorca (BICIM) por parte del Consell Insular de Menorca, lo que debería servir para impulsar medidas orientadas a su protección, promoción y difusión. En el propio expediente que propició esta declaración se indicaba que estaban en peligro y que, las que aún se conservaban, se estaban perdiendo a un ritmo acelerado. Las tradiciones orales, como son las leyendas y las rondallas, se transmitían principalmente en el seno familiar, de padres y abuelos a hijos, conservando estas tradiciones que se pierden en la historia. Los cambios de modo de vida, las alternativas de ocio más inmediato y el declive de la oralidad en la transmisión de tradiciones frente a los mass media amenazan su continuidad y, de hecho, en su declaración se indica que se encuentran en «grave peligro por falta de transmisión generacional«.
Reconozco que de niño me fascinaban las rondallas y las leyendas. Tuve la suerte de que en el colegio, siendo niño, quizás con siete u ocho años, una de mis profesoras nos contara algunas de ellos en clase. No sé exactamente si formaban parte de alguna asignatura o eran algo que ella hacía de motu propio, como sospecho, pero lo cierto es que cuando nos contaba aquellas aventuras maravillosas, se hacía el silencio en clase. Éramos revoltosos, algo jaraneros y bastante ruidosos, pero después del tradicional «Açò vol dir que era» o del «Hi havia una vegada«, toda nuestra atención se concentraba en sus palabras. Recuerdo con especial cariño las expeditivas aventuras de «En Pere de sa maça«.
Expuesto a estas maravillas, de las que antes no sabía ni de su existencia, pronto lo comenté en casa, donde la tradición se había perdido, abandonada quizás por los quehaceres diarios y otras formas de acceso a la cultura y al ocio. Pero mi abuela Marieta, al oírme hablar con deleite de las rondallas, me explicó que mi bisabuela, s’avia Guida, sabía muchísimas. Nacida a finales del siglo XIX y criada en Es Migjorn Gran, era una mujer culta para su época, muy leída, y mantenía fresca en su memoria muchas rondallas. Durante una temporada, aprovechando las visitas a la casa de mi abuela, le pedía que me contara algunas. Aún hoy recuerdo que su favorita era, sin duda, «L’amor de les tres taronges«, que me contaba con emoción viva, quizás rememorando no solo la historia, sino a quién se la contó a ella cuando era niña.
Mis intereses en aquella época eran de lo más volátil, y esta fase fue también breve, mientras la veleta de mis aficiones no sabía estarse quieta y dejaba que mi curiosidad campara en libertad. Feliz época la infancia por todo el tiempo que tenemos a nuestra disposición, sin ser siquiera conscientes de ello.
Ahora, recuperando una fracción de aquel interés que me animó, he leído muchísimas rondallas y leyendas. Y he leído también mucho sobre su proceso de recopilación. He averiguado así que son tres los principales nombres propios a los que debemos agradecer que se conserven: el migjorner Francesc Camps i Mercadal, conocido como Francesc d’Albranca, el sacerdote santlluïser Antoni Orfila Pons, que firmaba sus escritos como Fila-Or, y el maestro y folklorista artanenc Andreu Ferrer Ginard, que fue profesor en Migjorn durante nueve años. Por separado, cada uno de ellos capturó con acierto la luz de estas tradiciones orales, dándoles forma escrita e impidiendo así que el olvido las borrase definitivamente. Se publicaron en distintos medios que, afortunadamente, se han conservado hasta llegar a nosotros: recopiladas en forma de libro, como artículos quincenales en la «Revista de Menorca» que publicaba el Ateneo Científico y Literario de Mahón, o en la «Hoja Menorquina» de «El Bien Público», publicada quincenalmente.
Gracias al ingente trabajo de estos tres folkloristas, se conservan todas estas rondallas y leyendas menorquinas fijadas por escrito, lo que ha evitado que se perdieran definitivamente. Distintas iniciativas, tanto particulares como públicas, se han destinado a fomentar su comunicación oral o incluso la creación de nuevas rondallas, como es el caso del Premio Literario Francesc d’Albranca, convocado anualmente por el Ayuntamiento de Ferreries. Folkloristas posteriores siguen esta labor, casi ya arqueológica, de recuperar del olvido estos relatos que concentran la raíz de nuestra cultura popular, que dan forma a nuestros mitos y leyendas y que suponen, en definitiva, una parte sustantiva de nuestra identidad como pueblo.
Por eso es importante su conservación: cada vez que olvidamos una rondalla, cada vez que se pierde una de nuestras leyendas antiguas, olvidamos una parte de lo que fuimos y, por lo tanto, también una parte de lo que somos. Leyéndolas, he aprendido mucho sobre lo que suponía vivir en Menorca en otras épocas, sobre sus tradiciones e incluso sobre toponimia, con muchos lugares que, desgraciadamente, ya no sabremos encontrar con certeza.
En esta época de la globalización, merece la pena recordar que ésta no es solo un proceso económico, productivo, fabril, vinculado a un modelo capitalista, sino que es también un fenómeno cultural que lamina la individualidad de pueblos y naciones. Produce una aculturación, que es la forma de erradicar las identidades propias, a las que sustituye con una especie de cultura global que no es más que un pastiche de aspectos superficiales de las culturas dominantes en esta batalla socioeconómica. Sin pasado, siempre seremos más manipulables. Sin identidad propia, mejores consumidores bajo el acicate del marketing y la publicidad. Nos equivocaremos mucho si damos por bueno que este refrito ajeno de ideas, sin ninguna profundidad, sin ningún color o carácter propio, puede sustituir a la sabiduría popular, centenaria, que encierran nuestras rondallas.
Son una parte de nuestra esencia, de nuestra identidad. Leerlas, además, nos recuerda un lenguaje vivaz, colorista, hermoso, que nos acerca más a quienes fuimos. Por ello creo firmemente que hay que hacer un esfuerzo decidido para protegerlas, pero que este esfuerzo no puede consistir en ponerlas en una vitrina, en un museo. Las rondallas y las leyendas son cultura viva, son historias vitales, son relatos que incluyen lecciones valiosas, que fueron importantes entonces y deberían seguirlo siendo ahora. Tenemos que conseguir no solo su preservación, que es muy necesaria, sino también su recuperación como tradición viva y propia, como elemento de propagación de una cultura y valores que son, más que ningunos otros, los nuestros. Por eso, dejémonos de cuentos y, como sociedad viva, defendamos nuestras rondallas, una parte más de nuestra cultura que también se ve amenazada en distintos frentes. Així com me l’han dita, així vos l’he contada; i sa rondalla està acabada.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de noviembre de 2024.