De acuerdo con el Observatorio de la Piratería, se estima que durante 2014 la piratería ocasionó unas pérdidas de 1.700 millones de euros a las industrias culturales, o, lo que es lo mismo: dejaron de ganar un importe equivalente a la mitad de sus ingresos reales. Independientemente de que se pueda considerar adecuada o no la metodología empleada para determinar este importe, y que quizás sea un poco aventurado incluir el fútbol como una “industria cultural”, lo que resulta claro es que el problema tiene una magnitud considerable.
Los contenidos digitales, especialmente la música, las películas y series, los vídeo-juegos y los libros en formato electrónico, son descargados de forma sistemática e ilegal pese a estar disponibles en las vías convencionales. Los incentivos que explican este fenómeno son fácilmente identificables: inmediatez y gratuidad. Para tratar de evitar esto se han establecido una serie de medidas disuasorias a nivel legal que, tal y como atestiguan las estadísticas, no están dando mucho resultado. Pese a la severidad de las sanciones, pese a que en algunos casos se hayan conculcado derechos fundamentales, como la privacidad de las comunicaciones o la presunción de inocencia, estas nuevas regulaciones no son efectivas.
Desde la terrible injerencia que supuso el canon digital, maniobra urdida por los diferentes lobbies con el apoyo total de diferentes gobiernos, y que culpabilizó sin discriminar a toda la ciudadanía, las diferentes asociaciones de derechos de autor, derechos reprográficos, copyrights, etc. no han hecho más que avanzar en sus aspiraciones. Recordemos que el canon digital no era más que un impuesto establecido por el Estado para compensar a unas entidades de gestión de derechos ante la posibilidad de que cualquier compra de material susceptible de contener información se destinara a hacer copias de contenidos protegidos por copyright. Muy, pero que muy discutible. Si el importe recaudado con una premisa tan débil – suponer que todo DVD, CD, disquette o disco duro se destinaría a copiar material protegido – se hubiera destinado a los creadores originales, se habría podido hasta disculpar en parte. La realidad fue, sin embargo, muy diferente: el dinero acabó en manos de estas entidades de gestión de derechos, que al final funcionan de una forma análoga, cobrando “impuestos de protección” a todos: creadores, restauradores, productores, usuarios. Curiosamente, algunas empresas han ganado juicios contra el canon digital, ya en sede europea, y la compensación la han recibido de las arcas públicas estatales, no de los recursos apropiados por las entidades de gestión que recibieron el canon ahora reclamado. Por cierto, aunque no se lo estén cobrando de forma directa, no lo ha dejado de pagar: el presupuesto del Estado paga a estas entidades un “canon por copia privada”, por si acaso.
Valga como ejemplo extremo la situación kafkiana en la que un cantante, autor de sus propias canciones, actúa gratuitamente en un festival benéfico y, a continuación, se presenta el cobrador del frac de de una de estas entidades y amenaza con denunciar a los promotores si no pagan derechos por un importe próximo al 100% de la recaudación neta. O cuando otra entidad de derechos reprográficos reclama a las escuelas, institutos y universidades públicas una tasa por cada página de libro que fotocopian en el ejercicio de su labor educativa. Esta situación se ha dado en más de una ocasión, como los lectores más avispados podrán descubrir con la ayuda de Google. ¿De verdad creen ustedes que estas asociaciones velan por los creadores?
Otro ejemplo reciente de su saber hacer es la exigencia de la “tasa Google” en la misma Ley de Propiedad Intelectual, por la cual las asociaciones de medios iban a cobrar un suculento impuesto a Google por vincular éste sus páginas de noticias. Como no podría ser de otra manera, Google – que no ingresa nada por su servicio Google News, totalmente gratuito – decidió no pagar la tasa y, para respetar la nueva legalidad, desactivar su servicio en España. El resultado: el peor de los escenarios, ya que el tráfico de las webs de estos medios ha perdido visitantes y, por lo tanto, ingresos por publicidad, además de no repartirse la hipotética tarta del impuesto de no cobrado, y, a la vez, los usuarios han perdido un útil servicio gratuito por culpa de que nuestros gobernantes volvieron a danzar al son de estos lobbies.
No es sin embargo el objetivo de este artículo atacar a las entidades de gestión de derechos o la existencia misma del concepto de copyright, tema que me reservo para otra ocasión, sino analizar la política pública en este sentido, su falta de resultados y plantear una alternativa viable, efectiva en costes y resultados, y que no tenga como punto de partida la alienación de derechos fundamentales del individuo.
La ley anterior, promulgada con el apoyo más o menos directo de los dos principales partidos, y la ley actual, aprobada por el partido que gobierna, permiten con matices el cierre directo de webs que presuntamente atenten contra la propiedad intelectual. Digo presuntamente porque no requiere de una decisión en este sentido por parte de ningún tribunal o juez independiente, sino que es una especie de comité administrativo de funcionarios, el infame comité Sinde-Wert o, con la Ley Lassalle, la Comisión de Propiedad Intelectual, quien se abroga con la facultad de cercenar derechos fundamentales en base a unos hechos por demostrar. Recordemos que la libertad de expresión sí es un derecho fundamental, mientras que el derecho de propiedad, en el que encaja la protección del copyright, no lo es, o al menos eso nos hace creer la Constitución.
Evidentemente, las webs que se han cerrado de acuerdo con esta normativa no eran exactamente unas hermanitas de la caridad y se dedicaban a la piratería al por mayor, pero incluso así la justicia les ha dado la razón en algunos casos ante estos cierres administrativos. Sin embargo, el hecho de que se autorice a unos funcionarios para que tomen una decisión así en base a una protección genérica de derechos de propiedad sin una valoración previa por parte del poder judicial supone un quebranto de la separación de poderes y una reducción significativa de los derechos fundamentales de toda la ciudadanía. El argumento que se esgrime en la propia exposición de motivos de la ley hace referencia a “dotar de mecanismos de protección de derechos más eficientes”, pero está claro que solo cuentan los derechos económicos de unos y por eso hay que limar los derechos fundamentales de todos.
El mismo precedente de cierre rápido se extiende o se podría extender fácilmente a áreas todavía más grises, como la exaltación o la apología del terrorismo y otros delitos. Como comprenderán, no estoy trivializando con la amenaza real que supone el terrorismo, pero estoy convencido de que el Gobierno ha hecho una extensión interesada del concepto de terrorismo para incluir muchos movimientos políticos no organizados que efectivamente realizan un activismo callejero, pero que bajo ningún concepto se le pueden comparar. Y si no me creen, lean ustedes mismos la llamada “Ley Mordaza”, no se conformen con los resúmenes que hace la prensa de uno y otro color.
Con los casos extremos nunca hay problemas, y son los que se utilizan por parte de los Estados para justificar cualquier poda de derechos: son las situaciones menos claras las que resultan problemáticas y las que producen las sombras. ¿Podría el Gobierno clausurar páginas por difundir otra información? ¿Por propugnar otras ideologías? ¿Por la disidencia? ¿Por la simple oposición? Sería un grave ataque a la libertad de expresión. Nos movemos en el mundo de las conjeturas, pero estas normas han dejado abierta una puerta muy peligrosa, una tentación al alcance de cualquier gobernante de turno.
Volviendo al tema específico de la piratería, que no pretendo excusar aquí, hay algunas precisiones por realizar: por cada pirata “motivacional”, que reparte contenidos gratuitamente por un convencimiento ideológico, por cada ácrata idealista que no acepta la propiedad intelectual, nos encontramos con dos docenas más que están en esto pura y llanamente por dinero, por obtener un beneficio pecuniario. Por lo tanto, si la motivación subyacente a las personas y organizaciones que montan servicios de distribución de contenidos pirateados es puramente monetaria, crematística, es ahí donde hay que actuar: no se trata de establecer penas de prisión extremas o multas millonarias si no hay mecanismos reales después para ejercitarlas, se trata de atajar el problema de raíz acabando con los incentivos.
Basta un breve paseo por cualquier de estas páginas del lado oscuro de Internet para descubrir cuál es su modelo de negocio principal: la publicidad. Esta publicidad es pagada por otras empresas que son, en principio, legales. Estas empresas legales están financiando de forma directa una actividad ilegal, por lo que el ordenamiento jurídico actual incluye figuras suficientes como para actuar: son cómplices necesarios, financian una actividad delictiva y como tales podrían ser juzgados. Si cada empresa que se anuncia a través de estas páginas es denunciada, sancionada y multada, si cada empresa de publicidad a través de Internet que facilita estas transacciones y se lucra con ellas como intermediaria es también denunciada, sancionada y multada, el problema se resolverá de una forma mucho más inmediata, más directa y sin necesidad de recortar los derechos de todos. De hecho, parte de esta propuesta sí que se contempla en la última reforma legal, aunque excesiva en sus formas, con multas de hasta 600.000 €. No se trata de hacer un escarmiento público con un castigo ejemplar, sino de frenar de una forma efectiva una práctica lesiva.
Si las empresas que se anuncian a través de estas páginas – que efectivamente tienen mucho tráfico – reciben sanciones por ello, pronto dejarán de contratar estos espacios publicitarios, cortando así de forma directa el único mecanismo efectivo de financiación de estas páginas piratas. Desaparecido el beneficio económico, ¿quién se arriesgará a comprometer su libertar y su patrimonio personal por algo tan prosaico como dejar que otras personas descarguen películas gratis? Algún idealista quedará, claro que sí, pero la mayoría del problema se resolverá por sí solo al acabar con el incentivo. Los incentivos son la fuerza directriz de las personas y de las sociedades: una adecuada política de incentivos es un arma mucho más poderosa que la amenaza de sanciones, remotas y lejanas, inciertas.
No quiero que se interprete que estoy justificando la piratería – no es el caso -, ni que estoy a favor de las agresivas políticas de los lobbies del copyright y su continuada injerencia sobre los poderes públicos. Probablemente el estallido de la piratería en estos últimos años se deba a un conglomerado de diversos factores, como la posibilidades técnicas que ofrecen las conexiones de alta velocidad, la pérdida de poder adquisitivo de las familias por culpa de la crisis económica, el incremento del IVA cultural, las inadecuadas políticas de fijación de precios de las industrias culturales o de reparto de beneficios con los creadores, quién sabe.
Lo que sí quería dejar claro es que no resulta en ningún caso admisible que los poderes públicos recorten derechos fundamentales, conquistados tras siglos de lucha, cada vez que en nuestra sociedad asoma un problema en el horizonte. Proteger los derechos de una minoría poderosa a costa de recortar los derechos fundamentales de la mayoría es siempre un error que erosiona la idea misma de democracia y lleva hacia la tiranía. ¿Cuántos abusos más tendremos que soportar en nombre de la eficiencia y la seguridad antes de que decidamos que ya basta?